Cuando la formación docente se vuelve un hito excepcional. Por: Diego Infante Guzmán, Gerente General Fundación Ulmo
Hace unas semanas, realizamos una capacitación en un liceo de una localidad rural de nuestra región. Era un espacio simple, pero cuidadosamente preparado. Desde las conversaciones previas, el equipo directivo insistía con mucho entusiasmo, en que la jornada debía ser cómoda, que las pausas fueran adecuadas, que el ambiente favoreciera el trabajo. Nada fuera de lo común, ya que entendemos que cualquier proceso formativo serio, necesita condiciones básicas de bienestar.
Lo que no imaginábamos, era la razón detrás de esa insistencia. Minutos antes de comenzar, el Director del Liceo nos comentó que esta instancia era particularmente significativa porque hace 16 años que no tenían una capacitación donde participaran todos los docentes juntos, guiados por un equipo externo y con un objetivo común. Dieciséis años. En todo ese tiempo, habían existido esfuerzos individuales como diplomados, cursos aislados, actualizaciones parciales. Pero nunca un espacio colectivo de aprendizaje, de actualización profesional compartida o de trabajo pedagógico coordinado.
Ese dato, tan simple como estremecedor, revela una verdad incómoda. ¿Cómo es posible que en pleno siglo XXI sigamos concibiendo la formación docente como un acto ocasional o fragmentado? ¿Cómo pretendemos hablar de calidad, innovación o mejora educativa si las y los profesores, no cuentan con oportunidades permanentes, sistemáticas y de calidad para aprender juntos?
La conversación pública suele centrarse en infraestructura, financiamiento o educación superior. Es comprensible ya que son temas visibles y políticamente cómodos. Sin embargo, muy poco hablamos de lo que ocurre dentro de la sala de clases, del conocimiento pedagógico que se actualiza (o no), de las capacidades que requieren los equipos para retroalimentar mejor, acompañar a sus estudiantes y enfrentar desafíos crecientes.
En tiempos en que el país discute modelos de desarrollo, reformas institucionales e incluso los rumbos presidenciales, sorprende que la formación docente apenas aparezca en la agenda. Y, sin embargo, allí se juega el futuro. Ninguna política educativa tendrá impacto si los equipos que deben implementarla no reciben apoyo, actualización y espacios de trabajo colaborativo.
Lo vivido en ese liceo rural no debiera ser una excepción emocionante, sino una práctica habitual del sistema. Las comunidades educativas merecen mucho más que capacitaciones aisladas, merecen trayectorias formativas continuas, pertinentes y compartidas. Porque el aprendizaje de los estudiantes y el desarrollo del país, dependen en gran medida, de cuánto aprendan los que enseñan.
Diego Infante Guzmán
Gerente General Fundación Ulmo
