“El lugar manda la idea, no al revés”. Francisco Peña y la historia del restaurante Mizumi Nikkei 

El cofundador de Mizumi Nikkei, Francisco Peña, repasa su trayectoria en el emprendimiento en Puerto Varas: desde los años del Club Orquídea y bar El Tercer Tiempo, hasta la apertura del restaurant Mizumi Nikkei. En esta conversación, habla sobre los aprendizajes tras la pandemia, la importancia del producto local y los desafíos de emprender en una ciudad marcada por el turismo, la estacionalidad y que también le afecta la burocracia de las instituciones.

Por Cristóbal Arriagada Ahumada

A trece años de haber llegado a Puerto Varas de visita, Francisco Peña se transformó en uno de los rostros más reconocibles del rubro del emprendimiento gastronómico local. Su trayectoria incluye experiencias diversas —desde el recordado Club Orquídea y Fiesta Antonia hasta El Tercer Tiempo—, proyectos que fueron moldeando su visión sobre la hospitalidad, la cocina y la creación de espacios con identidad propia.

Tras el cierre de su anterior bar en plena pandemia, Peña atravesó un periodo de incertidumbre antes de dar con una nueva idea. “Yo siempre he creído que el lugar manda la idea, no al revés”, afirma. Esa búsqueda terminó en una casa de madera, a pasos de la Escalera Ricke, donde fundó, junto a su socio Felipe Pizarro, Mizumi Nikkei, un proyecto de tres años de vida que combina técnicas japonesas con productos locales del sur de Chile

Hoy, Mizumi se ha consolidado como una propuesta que apuesta por el origen y la frescura. “Nos gusta decir que servimos el salmón más fresco del mundo, y no es exageración”, comenta Peña. Con el respaldo de una alianza directa con AquaChile y un equipo local, el restaurante se ha propuesto revalorizar el producto del territorio y adaptarse a la cultura gastronómica de la zona, que —como él mismo define— “quiere comer bien y sentirse satisfecha”.

Hace dos semanas, obtuvieron el segundo lugar en el Festival del Salmón de Puerto Montt con uno de sus mejores platos: “Ceviche Mizumi”, que está hecho a base de leche de tigre junto con aceite de togarashi y de cilantro, con palta, salmón y un poco de cebollín. “Todos productos frescos, esa es nuestra propuesta de valor”, asegura Peña.

El origen: del Club Orquídea a Mizumi

¿Cómo comienza tu historia en Puerto Varas y en el rubro gastronómico?

La historia parte hace unos trece años, cuando vine de vacaciones a Puerto Varas. Vine de vacaciones y me junté con mi amigo Matías Errázuriz, que había fundado el Club Orquídea, un local que en ese tiempo era bien conocido acá. Me gustó tanto el lugar y el ambiente que me terminé quedando. Él ya venía un poco cansado del rubro nocturno, de las trasnochadas y de todo ese ritmo tan desgastante. Matías me dijo que quería vender, y al final terminé comprándole el local.

Tuve el Club Orquídea por unos cuatro años. Fue una etapa intensa, de mucho aprendizaje. Ahí conocí a mi señora, que es educadora, y claro, nuestras rutinas eran totalmente opuestas: ella se levantaba a las seis de la mañana y yo a esa hora recién estaba cerrando caja. Era agotador, muy sacrificado. Al final, llegó un momento en que ya no era sostenible mantener ese ritmo, ni para el cuerpo ni para la vida personal. Es por eso que después vendí el local y así cerré ese ciclo.

¿Qué vino luego de Orquídea?

Después de eso, mucha gente me empezó a decir “oye, cuándo haces algo nuevo, cuándo vuelve la fiesta”. Yo ya tenía la inquietud de hacer algo distinto, más liviano, y así nació Fiesta Antonia. Era una fiesta que le puse el nombre de mi señora, Antonia, y estaba pensada un poco para ella y sus amigas, pero terminó creciendo mucho. Era una fiesta itinerante, íbamos rotando por distintos locales de la zona, y se transformó en una especie de evento esperado. Igual tuve que hacer pausas, porque uno no puede vivir solo de eso, pero fue entretenido mientras duró.

Después abrí un bar-restaurant que se llamaba El Tercer Tiempo, que quedaba en la salida norte, frente a las canchas de la Católica. Era un concepto muy futbolero, bien temático. Los garzones estaban vestidos de árbitros, los platos tenían nombres como el “Sapito Livingston”, el “Bam Bam Zamorano”, y hasta teníamos un arco donde los clientes pateaban un penal antes de pagar. Si lo metían, tenían descuento, si no, pagaban completo. Era muy lúdico, una experiencia distinta.

Pero claro, llegó la pandemia y ahí nos fuimos a la B, como se dice. No había cómo sostenerlo: sin ventas, sin poder despedir al personal, con costos fijos que seguían corriendo. Fue durísimo. Muchos emprendedores caímos ahí, fue un golpe fuerte emocionalmente también.

¿Cómo lograste reinventarte?

Después de ese cierre quedé un tiempo sin rumbo, sin saber bien qué hacer. Estuve parado un rato, viendo qué salía. Con un amigo, hicimos algunos loteos en Fresia y eso nos ayudó a generar un poco de caja. En paralelo, con mi socio Felipe Pizarro, que vive en Santiago, empezamos a buscar una casa para revivir El Tercer Tiempo.

Pero no encontrábamos el lugar correcto. Yo soy de la idea de que el lugar manda la idea, no al revés. Y siempre que encontramos un espacio lo arrendaba otra persona enseguida. Buscamos mucho, vimos como cinco opciones. En ese proceso dijimos: ya, reactivemos Fiesta Antonia, hagamos una discoteca, algo diferente.

Seguimos buscando hasta que apareció una casa frente al restaurante Tampe. Era una casa preciosa, con estructura de madera y apenas la vi sentí que ahí había algo. Así nació lo que hoy es Mizumi.

 El lugar manda la idea

¿Y cómo nació el concepto?

Fue un proceso súper creativo, y a la vez muy caótico. Al principio pensamos hacer un speakeasy, de esos bares secretos al estilo de la Ley Seca, con entrada disimulada y todo el cuento. Pero cuando empezamos a habitar el lugar, nos dimos cuenta de que tenía otra vibra, otra energía. Era una casa que pedía ser restaurante.

Queríamos que tuviera identidad local, que trabajara con productos frescos de acá, del lugar. En ese momento me acordé de Sergio Barría, el chef de Sabor Muermino, un tipo seco y con una mirada bien honesta de la cocina. Le propuse asociarnos, vino a conocer el lugar, se entusiasmó harto, pero finalmente decidió seguir con su propio proyecto, lo que me parece totalmente válido.

Ahí quedamos en el aire, porque estábamos listos para abrir y de un día para otro nos quedamos sin chef. Fue un golpe. Llamé a mi hermano en Santiago —él no es cocinero, pero conoce mucho el rubro— y me ayudó a contactar a Gerszon Farnast, que terminó siendo nuestro chef principal y un gran hallazgo.

El nombre Mizumi nació en medio de una conversación entre mi socio Felipe Pizarro, mi hermano y yo. En ese momento busqué cómo se dice lago en japonés y es mizumi. Apenas lo vi, les dije y lo registramos. Tenía todo el sentido: estábamos en Puerto Varas, al borde del Lago Llanquihue, y la cocina que estábamos armando tenía una clara influencia japonesa, nikkei. Fue una coincidencia perfecta.

Además del nombre, ¿qué los caracteriza?

Diría que la esencia está en el producto local, especialmente el salmón fresco. Tenemos una alianza directa con AquaChile, y usamos salmón que se filetea acá mismo, sin congelar, sin pasar por ningún proceso intermedio. Lo tratamos con una técnica japonesa que se llama suki-wiki, que conserva la piel y mantiene la textura impecable.

Nos gusta decir que servimos el salmón más fresco del mundo, y no es una exageración. Desde que el pez sale del frigorífico hasta que llega a la mesa, pasa apenas una hora. Es algo único, y la gente lo nota.

Entre la burocracia y la resiliencia

¿Cómo fue el proceso para abrir el restaurante?

Fue agotador. Nuestro arquitecto y profesional a cargo nos dijo que podríamos abrir en septiembre, y finalmente abrimos varios meses después. Fueron tiempos de trámites, revisiones, papeleos, permisos que se atrasaban una y otra vez.

Llegó un momento en que tuvimos que vender participaciones, buscar inversionistas, hacer malabares para no quebrar antes de inaugurar. Hay locales que no aguantan eso. Este año, solo en Puerto Varas, han cerrado nueve restaurantes. La burocracia te mata antes de que empieces a trabajar.

Yo creo que debería existir una “Ley del Mono” para restaurantes, como en otros países. Si tienes todo el equipamiento instalado, las normas sanitarias cumplidas, y tu proyecto listo, deberías poder abrir mientras terminas los trámites. No tiene sentido tener un local parado medio año con todos los costos corriendo.

¿Y cómo ha sido el funcionamiento desde la apertura?

Abrimos con todo el entusiasmo, pero igual fue difícil. Al principio mucha gente decía que era caro, que los platos eran chicos. Mis socios venían de Santiago, donde ese formato funciona muy bien, pero acá no. En el sur la gente tiene otra cultura gastronómica: quiere comer bien, abundante, sentirse satisfecha.

Tuvimos que ajustar. Aumentamos el gramaje, bajamos algunos precios, cambiamos la carta. Fue un aprendizaje rápido. Hoy logramos un equilibrio entre calidad y porciones, y la respuesta ha sido buena, aunque se mantiene el estigma que es un lugar para una ocasión especial. P

También intentamos separar ambientes: una parte más tranquila para comer y otra con música y DJ. Pero aprendí que hay que definir el estilo desde el día uno. La gente quiere saber a qué viene: si es restaurante, que sea restaurante; si es bar, que sea bar.

¿Qué papel ha tenido la colaboración entre emprendedores locales?

Ha sido fundamental. Acá los restauranteros no nos vemos como competencia, sino como compañeros de ruta. Si a uno se le acaba el hielo, el otro se lo presta. Si falta gas o carne, nos ayudamos entre todos. Esa red de apoyo existe de verdad, no es discurso.

Con la cervecería Bosque, por ejemplo, estamos armando un beer garden conjunto. Nos complementamos. Esa colaboración es lo que mantiene viva la gastronomía local, sobre todo en los meses difíciles, cuando baja el turismo y hay que remar entre todos para que la ciudad no se apague.

Turismo y estacionalidad: sobrevivir al invierno

¿Cómo te ha afectado la temporada baja?

Muchísimo. El invierno es durísimo. La gente viaja menos, el turismo baja, pero los arriendos, los sueldos y los impuestos siguen iguales. No hay una compensación real.

Sería ideal que existieran programas que ayudaran a los restaurantes en temporada baja, con subsidios o incentivos vinculados al nivel de ventas. No para regalar plata, sino para sostener los equipos y no tener que despedir gente.

Los hoteles sobreviven porque tienen más espalda, pero los restaurantes pequeños no. Y cuando cierran, no solo desaparece un local: se pierden empleos, se rompe una cadena de proveedores, se apaga parte de la vida urbana.

¿Y cómo ves el panorama en Puerto Varas?

Complicado. Puerto Varas se ha deteriorado. Hay más inseguridad, más personas en situación de calle, suciedad en las calles. Antes el centro era una delicia: limpio, ordenado, con ese encanto de ciudad chica. Hoy ves escenas tristes a plena tarde, y eso aleja a los visitantes.

El turismo también se ha vuelto muy esporádico. Se hacen campañas bonitas, pero duran 24 horas y después se olvidan. Falta una estrategia sostenida, con actividades permanentes que mantengan la ciudad viva todo el año.

Hay que potenciar lo que tenemos: el volcán, el lago, los parques. Si el turismo de naturaleza se mantiene activo, todos los rubros se benefician.

¿Qué opinas de iniciativas como el Festival Gastronómico o el Festival del Salmón?

Excelentes. Se lo dije directamente a Francisco Renner de SalmonChile: deberían hacer algo así cada dos meses. Esas actividades le dan vida a la ciudad, generan conversación, atraen público, y además muestran que acá se hacen cosas buenas.

La Municipalidad de Puerto Varas también lo hizo muy bien con la Feria Gastronómica en la calle techada y se lo dije al alcalde. Esas instancias mueven la economía local, dan vitrina a emprendedores y fortalecen el sentido de comunidad. 

La importancia del equipo y los nuevos comienzos

¿De qué te sientes más orgulloso de todo este proceso?

Del equipo, sin duda. Es lo más difícil y lo más valioso. Manejar un grupo humano es un desafío constante: cada persona trae su historia, sus problemas, su carácter, y todo eso influye en el ambiente.

Pero tengo un equipo increíble, comprometido, que se apoya y entiende que esto es un proyecto colectivo. Hemos pasado por momentos duros, de incertidumbre, pero también de alegría. Esa convivencia es lo que más me llena.

¿Qué consejos darías a quienes quieren emprender en Puerto Varas?

Primero que nada, que no tiren la esponja. Esto es duro, sí, pero también muy gratificante. Hay que tener cuero de chancho, aprender a recibir críticas y seguir adelante.

También diría que hay que saber separar las cosas personales de las laborales. A mí me pasó que un gran amigo, que era chef, terminó siendo difícil de manejar precisamente porque la amistad se mezcló con la pega. Uno pierde objetividad.

Y algo fundamental: tener buenos socios. Mi socio Felipe ha sido clave. Yo soy más artístico, más impulsivo, y él tiene esa paciencia, esa mirada de gestión que equilibra el barco. Sin un socio así, sería imposible.

¿Y qué proyectos vienen a futuro?

Estoy en la parte que más me gusta: la creativa. Ya tengo un proyecto nuevo en mente, todavía en incubación, también acá en Puerto Varas. No puedo contar mucho, pero tiene esa misma idea de siempre: partir de un lugar con alma y construir una experiencia auténtica desde ahí.

Eso es lo que me mueve: crear, probar, volver a empezar.