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Una inicitiva de:

La biblioteca ideal

(Texto escrito y leído en la ceremonia de aniversario N°24 de la Biblioteca Pública de Frutillar, por José Miguel Martínez, escritor). 

Si algún valor literario tuvo su vida

fue el de su originalidad y tenacidad como lector.

Matías Serra Bradford

Cuando Sonia Núñez me invitó a participar de esta celebración de los 24 años de funcionamiento de la Biblioteca Pública de Frutillar, y me dijo que el tema a desarrollar ojalá tuviera relación con mi experiencia como escritor, lo primero en que pensé fue que, más que hablar de mi camino como escritor, me interesaba mucho más comentar mi camino como lector, que es, creo, la base de cómo uno llega a ser escritor, pues es el amor que se siente por la lectura lo que eventualmente te lleva a experimentar el absurdo, arduo y bello oficio de la escritura.

Uso esos objetivos —absurdo, arduo y bello— porque de alguna manera refieren a cómo yo he llegado a experimentar mi camino como escritor; no obstante, no usaría los mismos adjetivos para definir mi camino como lector. No. Como lector, yo mantendría el adjetivo bello, le restaría lo de absurdo y arduo, y le agregaría las palabras vital y divertido. De modo que hoy les voy a hablar de mi bello, vital y divertido camino como lector, y espero que, además de su paciencia, ojalá que al transmitir algo de mi experiencia individual pueda tocar también una cierta experiencia colectiva con respecto a los libros, a las bibliotecas —públicas y personales—, y sobre todo a la experiencia de la lectura y al cómo se forja un lector.

Mi hijo Santos, próximo a cumplir siete años, comenzó a leer por sí solo hace casi un mes. Mi madre le regaló, en su última visita a Frutillar, el libro Harry Potter y el Prisionero de Azkabán, tercero en la famosa saga del mago adolescente. Él y yo habíamos estado leyendo los dos primeros, durante meses, juntos; yo le había leído el primer libro de Harry Potter, La piedra filosofal, en voz alta, durante las noches, él a mí lado escuchando en silencio, haciendo preguntas cuando no entendía algo, y luego de terminar el primero, comenzamos a abordar el segundo, La cámara secreta, que recién vamos cerrando esta semana. Pero él se lanzó a leer solo El prisionero de Azkabán,y lo que a mí más me dio gusto fue su osadía, la libertad de no pedirle permiso a nadie y simplemente llevarse el libro a la cama, echarle un vistazo azaroso a algunas de sus páginas, y luego lentamente abrirse camino por el frondoso bosque de sus letras desde el primer capítulo. Aún recuerdo el impacto de entrar a la habitación y verlo concentradísimo, muy serio, leyendo las primeras páginas: en ese momento experimenté una sensación que era hermosa y terrible al mismo tiempo. Hermosa, porque mi hijo iba a empezar a descubrir los libros por sí mismo; terrible, porque atisbé que el momento de lecturas en voz alta, compartidas, por las noches, se iba alejando poco a poco.

Ahora bien: uno se podría preguntar, y con justa razón, por qué leer hoy por hoy, cuando tenemos una oferta casi ilimitada de series y películas, con los variados servicios de streaming que podemos ver en pantallas que se multiplican cada vez más y que están, literalmente, al alcance de la mano. Pero yo preferiría, por flojera, y en honor al tiempo limitado que tengo, despachar esa pregunta citando a otros que me representan. Porque la lectura, ser lector, es algo muy personal, y lo bello de leer por tu cuenta es que muchas veces la poesía de otras y otros puede ayudarte, no necesariamente a comprender mejor al mundo —aunque a veces sí—, sino a comprenderse mejor uno mismo.

“La lectura silenciosa”, dice Alejandro Zambra en su último libro, Literatura infantil, “es en cierto modo una conquista; quienes leemos en silencio y en soledad aprendemos, justamente, a estar solos, o mejor dicho reconquistamos una soledad menos agresiva, una soledad vaciada de angustia; nos sentimos poblados, multiplicados, acompañados mientras leemos en silenciosa soledad sonora.”

Por lo mismo, la frase lectura obligatoria vendría siendo un contrasentido. Y esto no lo digo yo, lo dice Borges, uno de los grandes lectores del siglo XX. “La lectura”, dice él, “no debe ser obligatoria porque el placer no es obligatorio, el placer es algo buscado. Si hay un libro tedioso para ustedes, no lo lean; ese libro no ha sido escrito para ustedes. La lectura debe ser una de las formas de la felicidad, de modo que yo aconsejaría a esos posibles lectores que no se dejen asustar por la reputación de los autores, que sigan buscando una felicidad personal, un goce personal. Es el único modo de leer.”

Todo esto que dicen Zambra y Borges responde, creo yo, a la pregunta de por qué leer hoy en día, por lo menos para mí. Porque, a fin de cuentas, uno también lee por la misma necesidad que siente de ver series y películas, esto es, por la necesidad de escapar, al menos ocasionalmente, de un mundo mecánico, digital, cada vez más definible, cada vez más predecible, cada vez más insatisfactorio y frustrante, y un buen relato —de lo que sea, de fantasmas, de crímenes, de romances, de invasiones alienígenas, aunque todas estas propuestas suenen contradictoras— puede proporcionarnos autentica felicidad, ya que apelan, al leerlos, a nuestra maquinaría interna, a nuestras emociones, con las que completamos lo que las y los autores nos proponen en sus historias, y el libro, entonces, sólo está acabado, no cuando el escritor termina de escribirlo, sino cuando el lector que está al otro lado cierra sus páginas y luego asimila la experiencia en días posteriores.

¿Y qué necesitaría, me pregunto yo, un lector en ciernes para escapar de ese mundo mecánico, digital, cada vez más definible, cada vez más predecible, y comenzar a leer y experimentar esa potencial forma de felicidad? Pues libros, ¿no? Sé que suena a perogrullada, pero el camino del lector sin duda empieza ahí, con los libros, y aunque a veces hay proto-lectores cuyos padres no necesariamente leen, tal vez sí hay libros a mano en sus casas, ya sea en las pequeñas bibliotecas que se forman en estantes decorativos de mesas de centro o en los baños, debajo de las toallas sucias en un canasto, o porque —y me gusta creer en esto— hay alguna proximidad con la biblioteca pública del barrio y, entonces, quizás por curiosidad, quizás por aburrimiento, quizás porque no hay nada más que hacer en el largo invierno donde, en atardeceres solitarios y lánguidos, el niño o la niña, con la fascinación con la que a veces mira una mota de polvo flotar en un rayo de sol, y escucha en algún lugar el hipnótico gorgojeo de un pájaro, se ha quedado mirando medio extrañado la tapa de uno de esos artefactos milenarios, los libros, una tapa que tal vez le llamó la atención por vaya a saber uno qué dibujos, y entonces lo agarra de la estantería y lo abre y, tal vez, sin abrir necesariamente la primera página, e independiente de su grosor, comienza a experimentar esa silenciosa soledad sonora que mencionaba Zambra, y que nos hace sentir acompañados de una forma tan distinta a cuando estamos viendo tele, solos, escoltados por una sonoridad real, tangible para nuestros oídos, que vendría siendo la del ruido que emana el aparato electrónico, pero que, sin duda, es diferente a la sonoridad silenciosa de los libros, que es más esencial, diría yo, o mucho más absorbente, aunque suene paradójico, que la otra, porque no se superpone al ruido de nuestras cabezas sino que lo complementa, lo interpreta.

¿Y si no hay libros en casa? ¿Dónde están? Pues en las bibliotecas. Y agrego: en las bibliotecas públicas. Lugares como este, la Biblioteca Pública de Frutillar, un lugar que se abre a la comunidad, que ofrece mesas, computadores, salas donde trabajar, donde hacer talleres, donde hay personal amable para guiarnos y espacios para que las niñas y los niños puedan jugar, hacer hora mientras sus padres trabajan en las mesas y computadores mencionados mientras esos niños y niñas hojean libros y, quizás, si sienten el impulso que les mencionaba antes, los lean también, los lean con la concentración y seriedad con la que veo leer a mi hijo Santos, los lean sueltos de cuerpo —porque así leen los niños, dándose vueltas en el sillón, a veces de guata, o de espaldas, o incluso de cabeza—, porque en este lugar hay pasillos de estanterías llenos de libros, libros que, independiente de su variedad y procedencia, independiente de su antigüedad o novedad, están esperando a ser leídos, o al menos hojeados, por un posible lector que busca, quizás sin saberlo, una felicidad personal, como decía Borges, un goce personal que no sabe que está ahí, esperándolo, en la letra B, o la M o la Z, en una estantería en la sección de narrativa latinoamericana o nacional o norteamericana o europea o, qué se yo, en una estantería en esta biblioteca pública, que es un espacio que yo mismo he experimentado de primera mano, un puente vinculante, a través de medios directos e indirectos, para el desarrollo de la lectura, porque aquí hay libros, hay un acceso gratuito al arte y a la cultura en beneficio de toda la comunidad, y eso es algo que no hay que dar por sentado, nunca. Y más que agradecer —porque vaya que hay que agradecer por espacios como este—, la mejor forma de honrarlos es usándolos y, ojalá, en última instancia, leyendo los libros que lo habitan.

Y esto me lleva a mi relación personal con las bibliotecas públicas. Mi padre, Gerardo Martínez Rodríguez, cuando yo era chico, cuando vivíamos en Santiago, me llevaba a un par de bibliotecas públicas a sacar libros, semana por medio. Aunque a veces me llevaba, especulo, por la misma razón por la que yo llevo hoy en día a mi hijo a una biblioteca o librería: porque soy yo el que realmente quiere ver libros, pero es él quien termina entusiasmándose con las estanterías donde identifica, primero, los lomos de los libros de Harry Potter, para luego descubrir otro tipo de literatura infantil, otro tipo de libros que se asoman entre los que él conoce de antemano, y que quizás, con el tiempo, como mi viejo antes que yo, y como yo antes que mi hijo, él decida comenzar a leer. Y supongo que, al menos en mi caso, mi camino como lector comenzó así: como un reflejo, como un atisbo del futuro visto primero en la figura de mi viejo, sentado en un sillón, leyendo. ¿Por qué leía tanto, mi viejo? Seguro que sus razones eran distintas que las mías, aunque me gustaría pensar que son muy parecidas. Por lo mismo, si me permiten un par de minutos más, me gustaría cerrar esta presentación hablándoles de él, de mi viejo, de Gerardo Martínez Rodríguez, el mejor y el más tenaz lector que yo he conocido.

Hace algo más de una década, mi viejo me regaló el libro La biblioteca ideal del escritor argentino Matías Serra Bradford. Me dijo con mucho entusiasmo que era un libro sobre lectores y sus costumbres particulares. En ese tiempo yo estaba metido de lleno en lecturas de género —novela negra, wéstern y ciencia ficción, entre otros—, lecturas relacionadas a mi propia escritura, y si bien agradecí el regalo, no lo pesqué mucho. El libro quedó durante años archivado en las estanterías de mi biblioteca.

Años después, leyendo en silenciosa soledad sonora una entrevista de Alejandro Zambra, me topé con el nombre del autor de La biblioteca ideal. “Encontrarse en un diario con un artículo de, por ejemplo, Matías Serra Bradford, me parece un lujo casi inverosímil”, decía Zambra, y apenas yo leí eso se me vino a la cabeza, casi como un pensamiento reflejo y subconsciente, el hecho de que mi viejo me hubiera regalado años antes un libro de Serra Bradford.

Entonces busqué en las estanterías La biblioteca ideal y lo empecé a leer. El libro —¿una novela?, ¿una crónica?, ¿una autobiografía velada?— narraba con fragmentos sueltos los hábitos propios de cuatro personajes que se reconocían como lectores duros. A veces yo me veía reflejado en ciertos fragmentos (“el día de su cumpleaños, Silvio sale a comprar los libros que sabe que nadie le va a regalar”), pero sobre todo me acordaba de mi viejo.

Sus páginas estaban marcadas con boletas —una costumbre muy típica de él como lector— en cinco partes bastante separadas unas de otras. Todas las boletas databan del año 2010. Me era inevitable buscar señales de mi viejo en esas páginas. Un fragmento que seguramente lo representaba: “lo suyo con los libros es una enfermedad como cualquier otra, a la que hay que serle fiel y que no desoye jamás la intuición repentina.”

Mi viejo vivía rodeado de libros —su olor: una mezcla entre colonia inglesa y el cuero de los libros forrados, aroma que persistía en sus dos bibliotecas—, e incluso cuando no estaba leyendo, los libros igual se mimetizaban en los aspectos más cotidianos de su vida. Cuando el Párkinson no le daba tregua, por ejemplo, y mi viejo quería sentirse más cómodo, se echaba de espaldas en el piso. Decía que necesitaba un apoyo duro, y luego pedía que le pusiéramos tres o cuatro libros, en vez de almohadas, en la cabeza. (“Un libro es la mejor almohada que existe”, declaró alguna vez Roberto Bolaño en una entrevista).

Era un tipo tan bueno para leer, mi viejo, que recuerdo que siempre le decíamos cuando éramos más chicos: papá, ¿por qué no escribes tú un libro? Antes no lo veía, no tenía cómo, pero ahora lo entiendo mucho mejor: el impulso de leer siempre fue su oficio. Por eso le había entusiasmado tanto el libro de Serra Bradford: porque es un libro que propone al lector como personaje principal, como héroe, haciendo de la lectura un puente, una forma de relacionarse con los otros —tal vez la única en el repertorio humano de sus personajes.

La biblioteca ideal de mi viejo, más que un espacio solitario, era una guarida adyacente a lo cotidiano, la cual permitía la resonancia filial —como el hijo viendo películas en la misma habitación— y la irrupción de lo familiar, de su eco, como si formara parte de la experiencia y el significado de la lectura. “La casa en silencio a las siete de la mañana. El padre lee y trabaja. Hacia las nueve y media, en busca de otra taza de té, descubre a su hijo dormido en el sofá de la biblioteca, cerca de la lámpara bajo la cual antes leía.”

La boleta de un peaje (Troncal Lo Prado) marca la página donde se encuentra el siguiente fragmento: “Leyó de once y media a una de la mañana, y cuando entró a oscuras a la habitación de su hijo no pudo evitar cierto júbilo al ver que este seguía despierto. (Había entre las dos cosas —su lectura y el insomnio de su hijo— una relación secreta, silenciada, informe, que no tenía ninguna intención de volverse inteligible.)”

Mi viejo era un lector insomne —“ese lector ideal que padece del insomnio ideal”, como escribió James Joyce—, y la fórmula del fragmento anterior puede aplicarse con mucha facilidad a él, aunque pensado de forma inversa: el hijo que, a las una de la mañana, entra a la habitación del padre, pero la habitación no está a oscuras; la habitación está iluminada, porque el padre lee. Y, a diferencia del fragmento de La biblioteca ideal, en esa relación de insomnio y lectura yo sí creo ver algo inteligible: “Lee, sí, pero en realidad está esperando.”

Mi viejo falleció un 19 de diciembre de 2015. El día de su funeral leí un texto que escribí en su memoria. En ese texto decía, entre otras cosas, lo siguiente: “Qué gran lector era mi padre. En mis primeros recuerdos están las bibliotecas de la casa de calle Nevería, nuestro primer hogar, un hogar lleno de libros, y él, mi padre, sentado en la biblioteca grande, leyendo. Me acuerdo de tener quince o dieciséis años, venir llegando de mis primeras fiestas, y él, de noche, leyendo, esperando. No lo decía, claro, ese no era el estilo de mi padre, pero él leía de noche, creo, para eso: para esperar a que nosotros llegáramos.”